21/12/15

La España del siglo XVIII en la literatura

Ahora que las vacaciones nos dan un respiro y tenemos más tiempo para leer, os recomiendo "A flor de piel", una novela de Javier Moro que relata el viaje de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, organizada por Carlos IV con la finalidad de llevar a sus dominios de ultramar la recién descubierta vacuna dela viruela. Esta enfermedad, cuyas graves secuelas causaban pavor, era responsable de miles de muertes cada año y había diezmado a la población americana desde que los españoles la llevaron involuntariamente consigo al nuevo continente. A finales del siglo XVIII Edward Jenner, un medico inglés, descubrió un método de vacunación que podía resolver el problema, pero ¿cómo hacer llegar la vacuna a América? Al alicantino doctor Balmis se le ocurrió un método aparentemente sencillo: niños a los que se iría inoculando el virus "en cadena", portadores vivos de la vacuna. La Expedición, que salió de España en 1803, concluyó en Filipinas dos años después, tras recorrer la América hispana en su ambicioso proyecto de extender la vacunación. En los enlaces podéis leer más sobre esta curiosa historia. La novela, además, hace una acertada descripción de la época. Abajo os dejo las primeras páginas, con la intención de picar vuestra curiosidad. Veréis la descripción que hace de la España rural de finales del siglo XVIII; así vivía la mayoría de la población:





"La joven se abrió paso a empujones entre las bestias apretujadas en la entrada de su casa siempre en penumbra. Aparte de la peste habitual a orines, a sudor animal y a paja mojada, un tufo a mandrágora la puso sobre aviso. «¿El médico?», se preguntó extrañada. Sólo se oía el resuello de la vaca y el piar de los polluelos que picaban el suelo afanosamente. Ninguna voz, ningún sonido humano, ningún ladrido salía del interior de la casa usualmente atestada de animales y gente. «Qué raro», pensó Isabel. Sabía que su madre estaba dentro, porque guardaba cama. Así que depositó en un altillo el manojo de berzas que su padre le había encargado recoger, se quitó los zuecos sucios de barro y empujó el portón. Olía a humo, a humedad y a rancio. 
Entornó los ojos, que tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. El haz de luz que se filtraba por una grieta en uno de los muros le hizo descubrir, para su sorpresa, que toda la familia estaba presente en esta sola habitación que hacía de establo, cocina, pocilga, dormitorio, salón y hasta de enfermería. En el catre de madera lleno de paja cubierta con una sábana de estopa, donde solían dormir todos juntos, yacía bocarriba una mujer de mediana edad que parecía una anciana. Su madre. La Ignacia. La que no paraba de trajinar, la que animaba a los demás, la que no se amedrentaba ni por el frío ni por el hambre, la que parecía inmortal. Sin embargo, llevaba tres días con calentura, escalofríos, vómitos y convulsiones. Isabel se asustó al ver que le habían salido manchas rojas en el rostro. 
Arrodillado en el suelo, con un rosario en la mano, el cura don Cayetano Maza, un hombre grueso con mejillas encarnadas, mascullaba una oración. A Isabel se le revolvió el estómago. El párroco no solía entrar en las casas, no le gustaba restregarse ni con la pobreza ni con la enfermedad. La última vez que lo hizo fue cuando vino a bautizar al hermano recién nacido, pero cuando llegó, el bebé ya había muerto. 
—¿Madre? —preguntó Isabel con voz trémula. 
Vio que sus hermanas pequeñas, María y Francisca, lloraban en silencio. Juan, el mayor, contemplaba absorto el cuerpo yacente; a su lado estaba su padre, Jacobo Zendal, un campesino fibroso de piel curtida y arrugada, que levantó la vista hacia su hija. Tenía los ojos hinchados, febriles. 
—¿Qué pasó? —preguntó Isabel. 
En vez de contestar, el hombre le devolvió una mirada de impotencia. A su lado, la tía María, hermana de su madre, se encogió de hombros. El pequeño que llevaba en su regazo estiró los bracitos hacia Isabel, que le hizo un gesto de ternura. 
—Viruela —dijo el médico—, viruela maligna. 
Isabel paseó la mirada por su casa, que ni siquiera disponía de chimenea. El techo, las paredes y las vigas estaban negras de hollín. Sobre la cocina de leña se apilaban un par de cazos, un montón de platos, cucharones de madera y un cesto con ciruelas; dos cántaros, una silla y multitud de aperos y herramientas estaban desperdigados por el suelo, donde una cría de cerdo y varios polluelos deambulaban a su antojo. Isabel reparó en la rueca apoyada contra la cocina, esa rueca para hilar lino que no faltaba en las casas de Galicia y que había sido la inseparable compañera de su madre, y entonces, de pronto, tomó conciencia de la realidad. Su madre acababa de fallecer. Era el jueves 31 de julio de 1788. 
El contraste entre la miseria oscura del interior de la casa y el esplendor de la naturaleza del exterior no podía ser más punzante. Los campos de trigo, centeno y maíz que se extendían por las suaves lomas de los alrededores de la pedanía de Santa Mariña de Parada, en el municipio de Ordes, se habían teñido de oro. Pronto habría que segar. Las florecitas amarillas del tojo, un matorral que mezclado con plasta de vaca servía de abono, punteaban el monte. Por encima del canto de los pájaros, las campanas tocaban a muerto. Desde sus casas dispersas e igual de míseras que la de los Zendal, acudían los vecinos al entierro de la Ignacia, muchos de ellos descalzos, porque el campo estaba seco. Sus ropas remendadas de colores oscuros o pardos, impregnadas de olor a humo, se enganchaban con las zarzas de las silvas. No muy lejos de la iglesia adonde se dirigían se erguía el pazo del dueño y señor de la mayoría de las tierras del municipio, junto a un hórreo gigante de piedra donde atesoraba castañas y miel.
Los Zendal llegaban por uno de los senderos, caminando detrás del cadáver tendido en un carro que chirriaba, tirado por la vaca. Bordeado de manzanos, perales y castaños, y de grandes robles donde anidaban tórtolas y arrendajos, era el mismo camino que emprendía Isabel todos los sábados para asistir a la clase de alfabetización que impartía el cura en la parroquia. A pesar de que era una anomalía ser la única hembra en una clase «sólo para varones», el cura la había aceptado porque era espabilada, y también porque el hombre se cansó de discutir con la Ignacia. Harta de sentirse engañada con las pesas y las cuentas, la mujer había empleado toda su energía en vencer la terca oposición de muchos vecinos, y hasta la de su marido, para que la niña aprendiese a contar. Estaba lejos de sospechar que aquellas clases transformarían para siempre el destino de su hija. Para Isabel, aquellos momentos que parecían fuera del tiempo, los únicos en los que aprendió algo que no estuviera directamente relacionado con el mundo en el que había nacido, se habían acabado para siempre con la viruela de su madre. 
En la sacristía, don Cayetano le señaló un papel sobre la mesa; el acta de defunción. 
—Firma aquí —le dijo el párroco—, tú que sabes de letras. 
Muy despacio, vacilando y con la mejor caligrafía posible, escribió su nombre. Luego leyó, en la parte inferior del documento, tres palabras: 
—Padre, ¿qué significa pobre de..., solem...? 
—Nada, hija. Eso es para que el entierro no os cueste nada. 
Para el párroco, «pobre de solemnidad» no era sólo una definición, era un término de derecho que permitía que Ignacia Gómez, esposa de Jacobo Zendal, jornalero de toda la vida, un hombre quieto, de buen genio, sin posesiones ni tierras, fuese «acreedora de los beneficios procesales de la pobreza». Uno de esos beneficios era ser enterrado gratis en sepultura individualizada dentro del recinto de la iglesia, porque el coste lo asumía la propia parroquia. 
De modo que a pocos metros de la iglesia, cuyos muros estaban cubiertos de rosas silvestres, alrededor de las cruces del cementerio, se fueron congregando los vecinos, sin acercarse demasiado a los familiares para evitar el contagio. La viruela producía un miedo cerval, sobre todo en las mujeres. Si bien la peste o el tifus podían matar más rápidamente, la viruela causaba un terror agudo por sus secuelas al provocar unas erupciones en la piel capaces de deformar para siempre los más bellos rostros. Para las mozas en edad casadera, aquello era peor que la muerte. 
Isabel no recordaba haber visto a tantos vecinos juntos desde que el obispo de Santiago viniese siete años atrás con la misión de confirmar en la fe católica a los feligreses. Ahora, todos compartían una misma expresión de perplejidad atravesada de un destello de pánico. La muerte se había llevado por delante a una buena mujer que menos de una semana antes se encontraba bien. La mañana en que cayó enferma la habían visto ordeñar las vacas del amo y, por la tarde, acarrear grandes ovillos de lino. De pronto le dieron unos sofocos, luego le subió la fiebre y por la noche se retorcía de dolor en la cama. Avisado el cura, mandó llamar al médico, que vivía en Ordes, pero el hombre no llegó hasta el tercer día. Demasiado tarde; aunque, si hubiera venido antes, tampoco hubiera podido hacer nada. La flor negra, como llamaban a la viruela, era cruel y antojadiza, sobre todo con los pobres. 
A la hora de enterrar el cadáver, envuelto en un sudario sucio de tierra húmeda, Isabel se hizo un hueco entre sus hermanos. También ella quería participar en el último adiós a su madre; y así, juntos, depositaron el bulto en el fondo de una zanja profunda, y con una pala echaron cal viva y tierra. Arriba, en el borde, el jovial don Cayetano, abrazado a Jacobo, rezaba un responso por el eterno descanso de la difunta. Sus palabras, las mismas que usan los hombres desde el albor de la Historia para protegerse de la muerte, no ofrecieron gran consuelo. La Ignacia se había ido demasiado pronto, sembrando el desconcierto y el terror, y una pregunta que inevitablemente flotaba en el aire: ¿quién será la próxima víctima? Al alzar la cabeza, Isabel vio una bandada de pájaros surcando el azul del cielo. Pensó en el alma de su madre, que por no tener ni un real viajaba con lo puesto al más allá. Aun así, había que estar agradecidos al párroco, porque a modo de alivio dijo que iba a conseguir del dueño y señor de las tierras una misa rezada de dos reales a Nuestra Señora de los Desamparados, y quizás otra en la capilla de las ánimas de Santiago".

Javier Moro. A flor de Piel (2015). Seix Barral. 

6/12/15

6 de diciembre, la Constitución de 1978 treinta y siete años después

En este trigésimo séptimo aniversario de la Constitución, en pleno debate sobre la necesidad, o no, de su reforma, a modo de homenaje, dejo dos enlaces; el primero a La Creatividad Jurídica, publicación digital, que podéis descargar gratuitamente; el segundo a la web de poletika.org. Ahora explico:





LA CREATIVIDAD JURÍDICA: En  2013, José Carlos Vinoz, jefe del Departamento de Formación y Orientación Laboral del IES Pintor Juan Lara, nos propuso a profesores y alumnos participar en un ambicioso proyecto de recopilación, análisis y difusión de algunos hitos destacados en el largo proceso de consagración de los derechos y libertades. El resultado es un trabajo de derecho, de historia, de filosofía, de arte, etc., de Pericles a Mandela, pasando por el Renacimiento, la Ilustración y la actualidad, que podéis descargaros pinchando en el título.




POLETIKA.ORG. es una plataforma creada por organizaciones sociales como Médicos del Mundo, Oxfam, Access Info, etc., con el objetivo de analizar las declaraciones de los líderes políticos y los programas electorales para realizar un seguimiento de su cumplimiento tras las elecciones. Pretende, de ese modo, que la presión ciudadana obligue a los partidos a cumplir lo que prometieron en campaña.