21/12/15

La España del siglo XVIII en la literatura

Ahora que las vacaciones nos dan un respiro y tenemos más tiempo para leer, os recomiendo "A flor de piel", una novela de Javier Moro que relata el viaje de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, organizada por Carlos IV con la finalidad de llevar a sus dominios de ultramar la recién descubierta vacuna dela viruela. Esta enfermedad, cuyas graves secuelas causaban pavor, era responsable de miles de muertes cada año y había diezmado a la población americana desde que los españoles la llevaron involuntariamente consigo al nuevo continente. A finales del siglo XVIII Edward Jenner, un medico inglés, descubrió un método de vacunación que podía resolver el problema, pero ¿cómo hacer llegar la vacuna a América? Al alicantino doctor Balmis se le ocurrió un método aparentemente sencillo: niños a los que se iría inoculando el virus "en cadena", portadores vivos de la vacuna. La Expedición, que salió de España en 1803, concluyó en Filipinas dos años después, tras recorrer la América hispana en su ambicioso proyecto de extender la vacunación. En los enlaces podéis leer más sobre esta curiosa historia. La novela, además, hace una acertada descripción de la época. Abajo os dejo las primeras páginas, con la intención de picar vuestra curiosidad. Veréis la descripción que hace de la España rural de finales del siglo XVIII; así vivía la mayoría de la población:





"La joven se abrió paso a empujones entre las bestias apretujadas en la entrada de su casa siempre en penumbra. Aparte de la peste habitual a orines, a sudor animal y a paja mojada, un tufo a mandrágora la puso sobre aviso. «¿El médico?», se preguntó extrañada. Sólo se oía el resuello de la vaca y el piar de los polluelos que picaban el suelo afanosamente. Ninguna voz, ningún sonido humano, ningún ladrido salía del interior de la casa usualmente atestada de animales y gente. «Qué raro», pensó Isabel. Sabía que su madre estaba dentro, porque guardaba cama. Así que depositó en un altillo el manojo de berzas que su padre le había encargado recoger, se quitó los zuecos sucios de barro y empujó el portón. Olía a humo, a humedad y a rancio. 
Entornó los ojos, que tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. El haz de luz que se filtraba por una grieta en uno de los muros le hizo descubrir, para su sorpresa, que toda la familia estaba presente en esta sola habitación que hacía de establo, cocina, pocilga, dormitorio, salón y hasta de enfermería. En el catre de madera lleno de paja cubierta con una sábana de estopa, donde solían dormir todos juntos, yacía bocarriba una mujer de mediana edad que parecía una anciana. Su madre. La Ignacia. La que no paraba de trajinar, la que animaba a los demás, la que no se amedrentaba ni por el frío ni por el hambre, la que parecía inmortal. Sin embargo, llevaba tres días con calentura, escalofríos, vómitos y convulsiones. Isabel se asustó al ver que le habían salido manchas rojas en el rostro. 
Arrodillado en el suelo, con un rosario en la mano, el cura don Cayetano Maza, un hombre grueso con mejillas encarnadas, mascullaba una oración. A Isabel se le revolvió el estómago. El párroco no solía entrar en las casas, no le gustaba restregarse ni con la pobreza ni con la enfermedad. La última vez que lo hizo fue cuando vino a bautizar al hermano recién nacido, pero cuando llegó, el bebé ya había muerto. 
—¿Madre? —preguntó Isabel con voz trémula. 
Vio que sus hermanas pequeñas, María y Francisca, lloraban en silencio. Juan, el mayor, contemplaba absorto el cuerpo yacente; a su lado estaba su padre, Jacobo Zendal, un campesino fibroso de piel curtida y arrugada, que levantó la vista hacia su hija. Tenía los ojos hinchados, febriles. 
—¿Qué pasó? —preguntó Isabel. 
En vez de contestar, el hombre le devolvió una mirada de impotencia. A su lado, la tía María, hermana de su madre, se encogió de hombros. El pequeño que llevaba en su regazo estiró los bracitos hacia Isabel, que le hizo un gesto de ternura. 
—Viruela —dijo el médico—, viruela maligna. 
Isabel paseó la mirada por su casa, que ni siquiera disponía de chimenea. El techo, las paredes y las vigas estaban negras de hollín. Sobre la cocina de leña se apilaban un par de cazos, un montón de platos, cucharones de madera y un cesto con ciruelas; dos cántaros, una silla y multitud de aperos y herramientas estaban desperdigados por el suelo, donde una cría de cerdo y varios polluelos deambulaban a su antojo. Isabel reparó en la rueca apoyada contra la cocina, esa rueca para hilar lino que no faltaba en las casas de Galicia y que había sido la inseparable compañera de su madre, y entonces, de pronto, tomó conciencia de la realidad. Su madre acababa de fallecer. Era el jueves 31 de julio de 1788. 
El contraste entre la miseria oscura del interior de la casa y el esplendor de la naturaleza del exterior no podía ser más punzante. Los campos de trigo, centeno y maíz que se extendían por las suaves lomas de los alrededores de la pedanía de Santa Mariña de Parada, en el municipio de Ordes, se habían teñido de oro. Pronto habría que segar. Las florecitas amarillas del tojo, un matorral que mezclado con plasta de vaca servía de abono, punteaban el monte. Por encima del canto de los pájaros, las campanas tocaban a muerto. Desde sus casas dispersas e igual de míseras que la de los Zendal, acudían los vecinos al entierro de la Ignacia, muchos de ellos descalzos, porque el campo estaba seco. Sus ropas remendadas de colores oscuros o pardos, impregnadas de olor a humo, se enganchaban con las zarzas de las silvas. No muy lejos de la iglesia adonde se dirigían se erguía el pazo del dueño y señor de la mayoría de las tierras del municipio, junto a un hórreo gigante de piedra donde atesoraba castañas y miel.
Los Zendal llegaban por uno de los senderos, caminando detrás del cadáver tendido en un carro que chirriaba, tirado por la vaca. Bordeado de manzanos, perales y castaños, y de grandes robles donde anidaban tórtolas y arrendajos, era el mismo camino que emprendía Isabel todos los sábados para asistir a la clase de alfabetización que impartía el cura en la parroquia. A pesar de que era una anomalía ser la única hembra en una clase «sólo para varones», el cura la había aceptado porque era espabilada, y también porque el hombre se cansó de discutir con la Ignacia. Harta de sentirse engañada con las pesas y las cuentas, la mujer había empleado toda su energía en vencer la terca oposición de muchos vecinos, y hasta la de su marido, para que la niña aprendiese a contar. Estaba lejos de sospechar que aquellas clases transformarían para siempre el destino de su hija. Para Isabel, aquellos momentos que parecían fuera del tiempo, los únicos en los que aprendió algo que no estuviera directamente relacionado con el mundo en el que había nacido, se habían acabado para siempre con la viruela de su madre. 
En la sacristía, don Cayetano le señaló un papel sobre la mesa; el acta de defunción. 
—Firma aquí —le dijo el párroco—, tú que sabes de letras. 
Muy despacio, vacilando y con la mejor caligrafía posible, escribió su nombre. Luego leyó, en la parte inferior del documento, tres palabras: 
—Padre, ¿qué significa pobre de..., solem...? 
—Nada, hija. Eso es para que el entierro no os cueste nada. 
Para el párroco, «pobre de solemnidad» no era sólo una definición, era un término de derecho que permitía que Ignacia Gómez, esposa de Jacobo Zendal, jornalero de toda la vida, un hombre quieto, de buen genio, sin posesiones ni tierras, fuese «acreedora de los beneficios procesales de la pobreza». Uno de esos beneficios era ser enterrado gratis en sepultura individualizada dentro del recinto de la iglesia, porque el coste lo asumía la propia parroquia. 
De modo que a pocos metros de la iglesia, cuyos muros estaban cubiertos de rosas silvestres, alrededor de las cruces del cementerio, se fueron congregando los vecinos, sin acercarse demasiado a los familiares para evitar el contagio. La viruela producía un miedo cerval, sobre todo en las mujeres. Si bien la peste o el tifus podían matar más rápidamente, la viruela causaba un terror agudo por sus secuelas al provocar unas erupciones en la piel capaces de deformar para siempre los más bellos rostros. Para las mozas en edad casadera, aquello era peor que la muerte. 
Isabel no recordaba haber visto a tantos vecinos juntos desde que el obispo de Santiago viniese siete años atrás con la misión de confirmar en la fe católica a los feligreses. Ahora, todos compartían una misma expresión de perplejidad atravesada de un destello de pánico. La muerte se había llevado por delante a una buena mujer que menos de una semana antes se encontraba bien. La mañana en que cayó enferma la habían visto ordeñar las vacas del amo y, por la tarde, acarrear grandes ovillos de lino. De pronto le dieron unos sofocos, luego le subió la fiebre y por la noche se retorcía de dolor en la cama. Avisado el cura, mandó llamar al médico, que vivía en Ordes, pero el hombre no llegó hasta el tercer día. Demasiado tarde; aunque, si hubiera venido antes, tampoco hubiera podido hacer nada. La flor negra, como llamaban a la viruela, era cruel y antojadiza, sobre todo con los pobres. 
A la hora de enterrar el cadáver, envuelto en un sudario sucio de tierra húmeda, Isabel se hizo un hueco entre sus hermanos. También ella quería participar en el último adiós a su madre; y así, juntos, depositaron el bulto en el fondo de una zanja profunda, y con una pala echaron cal viva y tierra. Arriba, en el borde, el jovial don Cayetano, abrazado a Jacobo, rezaba un responso por el eterno descanso de la difunta. Sus palabras, las mismas que usan los hombres desde el albor de la Historia para protegerse de la muerte, no ofrecieron gran consuelo. La Ignacia se había ido demasiado pronto, sembrando el desconcierto y el terror, y una pregunta que inevitablemente flotaba en el aire: ¿quién será la próxima víctima? Al alzar la cabeza, Isabel vio una bandada de pájaros surcando el azul del cielo. Pensó en el alma de su madre, que por no tener ni un real viajaba con lo puesto al más allá. Aun así, había que estar agradecidos al párroco, porque a modo de alivio dijo que iba a conseguir del dueño y señor de las tierras una misa rezada de dos reales a Nuestra Señora de los Desamparados, y quizás otra en la capilla de las ánimas de Santiago".

Javier Moro. A flor de Piel (2015). Seix Barral. 

6/12/15

6 de diciembre, la Constitución de 1978 treinta y siete años después

En este trigésimo séptimo aniversario de la Constitución, en pleno debate sobre la necesidad, o no, de su reforma, a modo de homenaje, dejo dos enlaces; el primero a La Creatividad Jurídica, publicación digital, que podéis descargar gratuitamente; el segundo a la web de poletika.org. Ahora explico:





LA CREATIVIDAD JURÍDICA: En  2013, José Carlos Vinoz, jefe del Departamento de Formación y Orientación Laboral del IES Pintor Juan Lara, nos propuso a profesores y alumnos participar en un ambicioso proyecto de recopilación, análisis y difusión de algunos hitos destacados en el largo proceso de consagración de los derechos y libertades. El resultado es un trabajo de derecho, de historia, de filosofía, de arte, etc., de Pericles a Mandela, pasando por el Renacimiento, la Ilustración y la actualidad, que podéis descargaros pinchando en el título.




POLETIKA.ORG. es una plataforma creada por organizaciones sociales como Médicos del Mundo, Oxfam, Access Info, etc., con el objetivo de analizar las declaraciones de los líderes políticos y los programas electorales para realizar un seguimiento de su cumplimiento tras las elecciones. Pretende, de ese modo, que la presión ciudadana obligue a los partidos a cumplir lo que prometieron en campaña.


24/11/15

20N: 40 años de transición y democracia

El pasado viernes se cumplieron 20 años de la muerte de Franco. ¿Ha quedado muy lejos el franquismo? ¿menos de lo que creemos? Aunque queda mucho curso hasta que estudiemos esas etapas de nuestra historia reciente, creo que el reportaje os puede resultar interesante, cuanto menos curioso, sobre todo para quienes encontráis muy remotos esos años 70 (¡juventud, divino tesoro!)


Pincha en la imagen para ir al reportaje "40 años de desmemoria", publicado en eldiario.com


20/9/15

Buen comienzo de curso

Aquí estamos de nuevo. Empezamos con el examen de selectividad de septiembre, que podéis encontrar en la sección "PAU", o pinchando aquí


24/5/15

La Transición en la literatura

Javier Marías ha situado su última novela, Así empieza lo malo (2014), en la Transición.  Al margen de gustos personales -confieso mi debilidad por la obra de Marías, tan personal, inconfundible- y del contenido de la propia novela, en sus páginas hay una descripción de la Transición con la que se pueden sentir identificadas muchas personas. Javier Marías fue testigo del periodo, algo sabrá de lo que pasó. Os dejo unas páginas. Como siempre, recomiendo la lectura de la novela:

ASÍ EMPIEZA LO MALO
(Descripción de la Transición)


Portada de Así empieza lo malo"Gobernaba Adolfo Suárez, el primer Presidente salido de unas elecciones tras un periodo de cuarenta años, Franco había muerto hacía cuatro o cinco. Por un lado se lo había arrumbado en seguida y se lo veía como a un ser antediluviano, a los seis meses la gente más dada a reflexionar se quedaba pasmada de que hubiera transcurrido tan escaso tiempo, porque se tenía la sensación de que hacía siglos de su desaparición. No era sólo que una parte del país la hubiera ansiado y esperado y anticipado tanto, y que en bastantes aspectos —en los posibles— la sociedad hubiera empezado a actuar desde mucho antes como si se hubiera producido ya, sino que a increíble velocidad se hizo patente, hasta para sus partidarios, el clamoroso anacronismo que era y lo muy de sobra que estaban él, su dictadura y su Iglesia, a la que había entregado poder y beneficios ilimitados. Por otro lado, sin embargo, se sabía que su régimen se había retirado inverosímilmente sin apenas rechistar (se dijo en la época que se había hecho el harakiri), obedeciendo la voluntad del Rey, y que por ello la democracia se nos había otorgado. No la habíamos implantado, desde luego, porque ni siquiera habría estado en nuestra mano intentarlo sin un nuevo y desparejo derramamiento de sangres híbridas y confusas y de seguro y desastroso final; aunque eso sí, de libertades, sin tardanza nos animamos a pedir más y más. Pero en aquellos años éramos conscientes de que todo pendía de un hilo, de que lo concedido es revocable siempre, de que los suicidados podían pensárselo mejor y decidir resucitar y volver, de que tenían de su lado a la mayor parte de un Ejército aún franquista hasta la médula, y de que éste seguía en posesión de las únicas armas de la nación.
Una de las condiciones para aquel otorgamiento y aquel harakiri tan sorprendente había sido, en una frase: ‘Nadie pida cuentas a nadie’. Ni de los ya muy distantes desmanes y crímenes de la Guerra, cometidos por ambos bandos en el frente y en la retaguardia, ni de los infinitamente más cercanos de la dictadura, cometidos por uno solo en su inmensa retaguardia punitiva y rencorosa a lo largo de treinta y seis años de barra libre para sus esbirros y de mortificación y silencio para los demás. Aunque no era equitativa —a los perdedores ya se les habían pedido todas las cuentas con creces, reales e imaginarias—, todo el mundo aceptó la condición, no sólo porque era la única forma de que la transición de un sistema a otro se desarrollara más o menos en paz, sino porque los más damnificados no tenían alternativa, no estaban en situación de exigir. La promesa de un país normal, con elecciones cada cuatro años, con todos los partidos legalizados y una nueva Constitución aprobada por la mayoría, sin censura —era de suponer que con divorcio pronto—, con sindicatos y libertad de expresión y de prensa, sin obispos interviniendo en las leyes, pudo mucho más que la vieja búsqueda de desagravio o el afán de reparación. Tanto se los había aplazado, y con tan poca fe en su llegada, que se habían deshilachado en el eterno trayecto que no avanza de la espera que no espera nada. Los muertos estaban muertos y no iban a regresar; los que habían pasado años de prisión injusta habían perdido esos años y no los iban a recuperar; los sometidos dejarían de estarlo; los presos políticos serían amnistiados y saldrían a la calle con sus antecedentes borrados; los exiliados podrían envejecer y morir aquí; ya no se podría detener ni condenar a nadie con arbitrariedad; a los tiranos se los podría castigar no votándolos, echándolos así de sus cargos y privándolos de sus privilegios, o al menos de algunos de ellos. Tan tentador era el futuro que valía la pena sepultar el pasado, el antiguo y el reciente, sobre todo si ese pasado amenazaba con estropear aquel futuro tan bueno en comparación. Mucha gente hoy lo ha olvidado o lo ignora porque no recuerda o ni siquiera concibe lo que es una dictadura, en qué consiste, pero, viniendo de la que veníamos, aquel horizonte nos parecía un sueño al que nos costaba dar crédito, y la sensación predominante era de alivio y de ser en verdad afortunados: íbamos a librarnos de un régimen totalitario sin pasar por otra carnicería, y podríamos contar al fin la primera, la que sí tuvo lugar, como fue en realidad.
                Y así se hizo, se empezó a contar a grandes rasgos, históricamente, pero no tanto en los detalles, personal o individualmente. La condición había sido aceptada y se cumplió a rajatabla, tal vez con exageración. A nadie se intentó llevar a juicio, en virtud de la amnistía general decretada, y a buen seguro eso nos salvó de enfrentamientos, de acusaciones interminables y acerbas y del siempre posible retorno de los harakirizados, aunque cada día que transcurría los arrinconaba un poco más en un territorio fantasmal del que, cuando se quiere uno dar cuenta, resulta ya imposible salir. Era impensable que en aquellos años, por tanto, se denunciara a nadie por lo que había hecho durante la dictadura o la Guerra. Que no se pidieran cuentas ante la justicia implicaba también un pacto social, era como decirnos unos a otros: ‘Bien está, dejémoslo estar. Si para que el país sea normal y no volvamos a matarnos es necesario que nadie pague, hagamos trizas las facturas y comencemos otra vez. El precio es asumible, porque al fin y al cabo tendremos a cambio, si no el país que quisimos tener, uno que se le parecerá. O eso procuraremos, sin violencia, sin prohibiciones y sin levantarnos en armas contra el que lo consiga en buena lid’. Fueron años de optimismo y generosidad e ilusión, y a mí no me cabe duda de que fue lo mejor que entonces se pudo acordar.
                Pero hubo algo extraño: aquel pacto social se interiorizó de tal modo que la condición establecida acabó por cumplirse con un exceso de escrupulosidad, y se hizo extensiva al contar. Una cosa acertada y sensata era que no nos enzarzáramos en los tribunales, que éstos no se llenaran de causas hirientes que habrían impedido la convivencia y nos habrían llevado a terminar muy mal. Otra, que no pudiéramos saber, que no pudiéramos contar. Y sin embargo la mayor parte de la gente optó por eso, por seguir callada, desde luego en público pero casi también en privado. Además, había aún cierto estoicismo, cierto pudor, no habían llegado los tiempos —todavía perduran— en que todo el mundo vio las ventajas de figurar como víctima y se dedicó a quejarse y a sacar provecho de sus sufrimientos o de los de sus antepasados de clase o sexo, ideología o región, fueran reales o imaginarios. Había un sentido de la elegancia que desaconsejaba alardear de los padecimientos y las persecuciones, e invitaba a guardar silencio a los más perjudicados. Esta actitud se vio tan sólo alterada cuando algunos individuos notables que habían apoyado a Franco en uno u otro periodo —al principio, cuando la represión era más feroz, o en el medio o al final— forzaron su suerte y, no contentos con su impunidad, con que ni siquiera se les hicieran reproches y se los dejara vivir con sus prebendas intactas en paz, empezaron a forjarse biografías ilusorias, a presumir de demócratas desde la época ateniense y a proclamar que su antifranquismo venía de antiguo, cuando no de siempre. Se ampararon en la ignorancia de los más jóvenes —y en la general— y en la discreción de los que más sabían de su edad. Un novelista declaraba en un diario que el inicio de la Guerra lo había pillado en Galicia, zona franquista, y que por eso no le había quedado más remedio que combatir con su ejército, pero que, de haberlo pillado en Madrid, habría podido defender a la República, su gran deseo de entonces. Quienes lo conocían sabían que justamente este había sido el caso, que la Guerra lo había sorprendido en Madrid, y que había hecho lo indecible por escapar de la capital y llegar a Galicia para allí unirse al bando del que renegaba ahora con tanto aplomo. Un historiador se jactaba de sus ‘años de exilio en París’, cuando esos años los había pasado nada menos que con un cargo en la embajada española, representando a Franco, claro está. Otro intelectual se permitía sacar asimismo a colación su ‘exilio forzoso’, el cual había consistido en un lucrativo contrato con una Universidad norteamericana para un par de cursos en los comparativamente plácidos años sesenta —nadie se exiliaba que hubiera aguantado lo peor—, tras haberse beneficiado en los anteriores más duros de los numerosos favores con que lo había recompensado el régimen por su condición de falangista y adepto y adulador. Y así demasiados casos más.
                Estas falsas afirmaciones y negaciones, estas invenciones y presunciones resultaron irritantes para quienes de verdad se habían opuesto o habían rehusado colaborar, lo habían pasado mal durante décadas y estaban más o menos al tanto del papel desempeñado por cada cual. Es decir, para la poca gente con conocimiento y memoria a la que no se podía engañar. A la mayoría sí se podía y de hecho se la engañó, porque nadie enviaba una carta a la prensa o a la televisión desmintiendo a aquellos figurones que, en vez de darse con un canto en los dientes por lo bien que habían salido librados tras la instauración de la democracia, no tenían empacho en fraguar fábulas y colgarse inexistentes medallas, en fabricarse un conveniente pedigrí. Los individuos sabedores estaban acostumbrados a perder y callar. Para ellos pesaba en exceso la condición aceptada, el pacto social alcanzado; pesaban también la desestimación de la revancha y la aversión a delatar. Así que las mentiras de los antiguos franquistas se dejaron correr y siguió sin contarse nada personal en público, o casi sólo se oyeron las falacias de estos desahogados. Tanto se envalentonaron éstos, sin embargo, y tan lejos fueron en su desfachatez, que poco a poco eso llevó a cada vez más enterados a reaccionar en privado —cuántas mesura y paciencia hubo, cuántas sigue habiendo hoy— y a referir lo que sabían, lo que habían hecho o dicho o escrito unos y otros, cuáles habían sido los comportamientos durante la Guerra y la dictadura, que ahora miles de personas, o incluso centenares de miles, se esmeraban por esconder, embellecer o eliminar. Eran muchas apoyándose como para que no triunfara la labor de ocultación y atavío: yo te avalo y tú me avalas, yo callo por ti y tú callas por mí, yo te adorno y tú a mí. Y pensé que algún murmullo de esa clase, de los que se resistían a la farsa y relataban la verdad —atenuado, discreto, soltado sólo en familia o en reuniones y cenas de amigos, o en la intimidad aún mayor de la almohada—, sería lo que habría llegado recientemente a los oídos de Muriel."

JAVIER MARÍAS.        Así empieza lo malo.             Alfaguara. 2014.



22/5/15

La Ley D'Hondt

Para los que preguntaban cómo se reparten los escaños con la ley electoral en vigor, pinchad en el enlace:




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17/5/15

70 aniversario de las liberación de los campos de concentración

No se me pasó, aunque problemas varios me impidieron recoger la conmemoración de la liberación de Mauthausen en su fecha, el 5 de mayo. Ahí va el homenaje de este espacio y a través de la prensa del día: 


DIARIO DE LEÓN

García-Margallo, en la puerta de entrada al crematorio. - P. Campos



EL DIARIO. ES

Los prisioneros de Mauthausen reciben a las tropas aliadas


EL PAÍS


En este último enlace -El País- se reproducen las fotografías tomadas por el fotógrafo (y prisionero en el campo) Francisco Boix, cuyo testimonio fue fundamental en los juicios de Nuremberg 

14/5/15

La España franquista en la literatura y el cine: LOS SANTOS INOCENTES

Si no habéis visto esta película, no os la perdáis, hoy a las 22 h. en la 2. Es un retrato magnífico de la España rural de los años 50 y los cambios sociales, económicos y de mentalidad que el país vivirá a partir de los 60. Adaptación de una novela de Delibes, está muy bien dirigida y las interpretaciones son soberbias, de hecho ganaron el festival de Cannes de 1984. 


Mario Camus, su director, recordaba en una entrevista algunas anécdotas del rodaje 

Podéis ver fragmentos en vimeo y youtube

6/5/15

El nombramiento de Suárez.

He descubierto un interesante blog de periodismo que recoge, entre otros muchos temas, fechas y asuntos, el nombramiento de Suárez, contra todo pronóstico, en julio de 1976, y la reacción de los medios de comunicación de la época. Os lo recomiendo:




En las hemerotecas de los periódicos también podéis seguir el asunto:

Foto



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23/4/15

Informe policial sobre el asesinato de García Lorca

Es la noticia del día. Todos los medios de comunicación se hacen eco (que dicen los periodistas) del asunto, pero tras leer como lo tratan en media docena de ellos llego a la conclusión de que "solo se que no se nada", como Sócrates. Me parece que los medios de comunicación tampoco. Yo os pongo los enlaces, juzgad vosotros:




eldiario.es

Federico García Lorca fue fusilado en Granada al comienzo de la Guerra Civil, en agosto de 1936, por fuerzas falangistas. La dictadura franquista nunca llegó a reconocer su implicación públicamente, a pesar de que el bando nacional tenía en el punto de mira al poeta por sus creencias políticas.
eldiario.es ha tenido acceso a varios documentos, hasta ahora secretos, en los que la dictadura reconoce el asesinato del autor español más influyente y con más popularidad del siglo XX a manos de falangistas: "Sacado por fuerzas del Gobierno Civil, en las inmediaciones del lugar conocido como 'Fuente Grande' [municipio de Alfacar], fue pasado por las armas después de haber confesado, según se tiene entendido, siendo enterrado en aquel paraje, muy a flor de tierra", dicen los documentos.
Lorca, de morir cerca de su pueblo a ser asesinado víctima de la Guerra Civil


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El poeta Federico García Lorca fue asesinado junto a otra persona, tras confesar. Es la versión que, casi 30 años después del crimen, recoge un informe redactado en 1965 por la Jefatura Superior de Policía de Granada. El documento, que publica la Cadena SER, define a Lorca como “socialista” y “masón”, y le tilda de “prácticas de homosexualismo”

Fragmento del informe sobre la muerte del poeta al que ha tenido acceso la Cadena SER.


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El poeta granadino Federico García Lorca fue asesinado junto con otras persona, tras "haber confesado", según un informe redactado por la policía franquista 29 años después del crimen, al que ha tenido acceso la cadena SER. El documento no especifica cuál fue el contenido de esta supuesta confesión. El informe, fechado en Granada el 9 de julio de 1965, define al escritor como “socialista” y “masón perteneciente a la logia Alhambra”, y le atribuye “prácticas de homosexualismo y aberración”.

elmundo.es
Garía Lorca "fue pasado por las armas después de haber confesado". Así lo revela dos archivos fechados en 1965 que ofrecen detalles sobre la muerte de Federico García Lorca. El documento,al que ha tenido acceso la Ser y eldiario.es redactado por la 3ª brigada regional de investigación social de la jefatura superior de policía de Granada, podría resumirse como un listado de antecedentes del poeta granadino.